Nos aglomeramos en la entrada del hotel Camino Real. Seríamos entre seis u ocho medios de prensa. Era mediodía, el sol nos achicharraba la piel. Virolo esperaba con el vocho amarillo de Revista de Revistas encendido. Esperábamos a Borges, el único Borges que puede existir en esta versión del universo. Lo vimos salir del lobby empuñando el bastón de arce, entrelazando los brazos con María Kodama quien sostenía la sombrilla negra sobre la cabeza de ambos. Los acompañaba una delegación de intelectuales encabezada por el escritor Miguel Capistrán y un comité de representantes de la Subsecretaría de Cultura. Borges se detuvo al escuchar que lo llamábamos: «¡Por aquí, maestro!», «¡Sonría, Borges!». Los colegas y yo, pugnábamos por conseguir las mejores imágenes para nuestros medios, mientras Borges, siempre del brazo de Kodama, nos buscaba con sus ojos desorbitados, escuchando nuestro griterío.
Luego de mostrarnos su memorable sonrisa bobalicona, Borges, Kodama y compañía, subieron al Renault plateado y guiaron la caravana de coches hacia el Colegio de San Ildefonso. Dormí todo el camino; Virolo me despertó al llegar. Era un viejo silencioso y práctico. Si yo dormía, él conducía. Si él dormía, yo trabajaba con la Olympus. En la guantera del coche Virolo siempre tenía provisiones de pirulines y Baronets; suficiente guarnición para cualquier espera. Virolo me dejó en la entrada del colegio y se fue con el vocho a hacer la siesta bajo un árbol.
Esperamos veinte minutos en el salón «El Generalito». Luego apareció el conductor de televisión Octavio Blanco, seguido de los escritores, Germán Bleiberg, Salvador Elizondo, Adriano González León y J. J. Arreola con esa facha de insomne alquimista. Cuando todos estuvieron acomodados, se presentó Borges escoltado del brazo de Kodama. Lo recibimos de pie con un largo aplauso. Después de acomodar los micrófonos y las luces, Octavio Blanco inauguró la plática diciendo: «Antes de que Gutenberg inventara el tipo móvil por el año de 1450, los libros eran manuscritos…».
Decidí sentarme entre las últimas butacas, en el ala este del salón, el área menos iluminada. Me arrellané con las gafas de sol en su lugar y tomé una siesta. No era que tuviera poco interés en lo que llamarían luego «una de las conversaciones más importantes del siglo XX», sino que estaba demasiado agotado como para poder soportar tanto derroche de intelectualidad. Llevaba tres días sin pegar los ojos. Ser reportero gráfico significaba que el editor en jefe tomara tu tiempo como se le antojase. Podía llamar de madrugada y yo debía salir corriendo a perseguir la noticia. Además de esos arrebatos nocturnos de mi jefe, estaba Leo que incluso después de haber jugado todo el día en la guardería, tenía las fuerzas suficientes para mantenernos a Ofelia y a mí, con los ojos bien abiertos hasta que despuntaba la mañana y había que alistar todo otra vez. Por eso no me costó nada echar la siesta cuando Arreola empezó a hablar.
Cuarenta minutos más tarde, la ovación del público me despertó. Vi a todos de pie. Corrí tratando de ganarles espacio a los demás colegas. Empecé a disparar con la Olympus rodeando a Borges y el resto de la comitiva. Los invitados charlaban en distintos trayectos. Todos deseaban estar siquiera un momento con Borges. El maestro esperaba los saludos como un sacerdote que reparte la bendición después de la eucaristía, ¡y vaya que muchos deseaban ser benditos por esas manos! Kodama estaba ahí, detrás de Borges o a su lado o en paralelo o en todas partes a la vez, como ese Aleph en el sótano de la calle Garay que Borges siempre llevaba consigo en el bolsillo de la chaqueta. El evento concluyó y Borges y compañía pasaron a un salón privado, el resto salimos.
Afuera, el sol seguía alto y no había forma de escapar de ese infierno. Tenía las axilas y la entrepierna mojadas, y las gotas de sudor me ardían en los ojos. Fumé un Baronet apoyado en el vocho de Revista de Revistas. La primera vez que me asignaron de chofer a Virolo con el vocho amarillo, nos miramos por un rato esperando a ver quién de los dos se atrevía a darle el golpe al otro primero como indica la tradición. Pero era una reverenda bobería, un juego tonto, y sin decirnos nada, el golpe quedó en stand by.
Le eché un ojo a Virolo, dormía la siesta en el asiento del conductor con un pirulín en la boca que pasaba de un cachete a otro con los ojos cerrados. Estaba descalzo. Los pies tenían un color más blanco que el resto del cuerpo y la camisa estaba abierta hasta el ombligo. ¿Cuántos años llevaba soñando Virolo con Acapulco? ¿Quién sabe? Yo conocía su sueño porque él mismo me lo había contado en una de esas pocas y extrañas veces que estuvimos despiertos y platicamos.
Con todo el fastidio del sol en el cuello, decidí llamar a Ofelia a la escuela desde un teléfono público.
Contestó la secretaria; minutos después Ofelia se puso al teléfono.
—¿Cómo estás?
—Como siempre, supongo. Los niños están disfrutando del recreo. Se los encargué a Marta para venir a contestar.
—¿Y Leo?
—Lo vi hace rato. Una niñera vino a llamarme porque no dejaba de llorar. Tuve que salir de clase y encargarle a los niños, otra vez, a Marta. Le debo tanto a esa chica.
—¿Qué sucedió?
—No se sabe. Leo empezó a llorar de repente. Pregunté si había comido, si le habían cambiado el pañal o si se había pegado con algún objeto. Las niñeras me dijeron que todo estaba bien, simplemente empezó a llorar, eso era todo. Pude calmarlo apretándolo contra mi pecho.
—Quizás fue solo un susto.
Esperé que Ofelia respondiera, pero no lo hizo.
—¿Ofelia? ¿Sigues ahí? Aló.
—Sí, sigo aquí —respondió—. Ya no aguantó más, Rogelio. Estoy agotada. No sé qué hacer con Leo. ¡Es mi hijo, Rogelio, es mi hijo! Lo necesito bien. Completo…
Traté de darle motivos para que se calmara, pero sus palabras atropellaban mi discurso. Me dolía escucharla de esa manera, así, al punto del colapso. No sería la última vez que estuviéramos en esta situación. Lo sé yo que estuve en el preciso momento cuando el partero le dijo a Ofelia que mi hijo había nacido ciego. En ese momento no nos costó reponernos del shock. Todos los niños nacían en las mismas condiciones: en un mundo brumoso con los colores desparramados. Había tiempo suficiente para comprobarle al doctor que su diagnóstico era erróneo.
No se lo contamos a la familia, Ofelia y yo pactamos esperar a que el niño creciera un poco más para decidir qué hacer. Pero por necesidad, los primeros meses tuvimos que recurrir a mis suegros sin platicarles nada sobre la ceguera. Leo pasó todo un año a su cuidado. Ni Ofelia ni yo podíamos dejar de trabajar. Debíamos pagar la renta, la comida y la asistencia médica para Leo. Empezamos a doblegar los turnos. Ofelia daba terapia de lenguaje a domicilio a algunos niños de la colonia; yo me encargué de pedir más comisiones en Revista de Revistas. El tiempo restante lo pasaba en plazas y parques, fotografiando a familias y parejas por unos pesos con una Polaroid alquilada.
Para el segundo año, fue imposible seguir ocultando lo evidente. Leo demoró en caminar, tenía mucho miedo de hacerlo. ¿Y cómo no sentirlo si no conoces la disposición de las cosas en el espacio? Hablamos primero con los padres de Ofelia, luego con los míos que exigieron agotar todas las posibilidades antes de confirmar la catástrofe. Todos los especialistas concordaban que era un caso de ceguera permanente. Los padres de Ofelia quisieron intentarlo todo, incluso llevaron a mi hijo a ser rezado por los chamanes del estado de Morelos.
Ofelia y yo estábamos destrozados, pero teníamos que seguir.
Acondicionamos la casa de tal manera que Leo pudiera caminar. Nos deshicimos de adornos y objetos punzocortantes. Revestimos la casa de plástico burbuja, alfombras y cintas de colores inútiles que anunciaban el camino a ciertas partes de la casa donde Leo podía jugar con libertad. Nos costó demasiado hacerle entender a un niño de dos años, nacido ciego, el sistema que habíamos diseñado para introducirlo a un mundo siempre desconocido.
—¿Aló? —dijeron desde el otro lado. Alguien tomó el teléfono.
—Soy Rogelio —dije.
—Está bien, señor, no se preocupe, voy a calmar a Ofelia. —dijo la mujer y colgó.
Yo no quería que alguien más calmara a Ofelia, para eso estaba yo. Era algo muy íntimo, nuestro, nadie más en este mundo podía comprender ese dolor.
Insistí llamando a la escuela, pero ya nadie alzó el auricular.
Virolo llegó hasta el teléfono público tocando la bocina. La delegación nos llevaba al menos siete calles de distancia, debíamos apresurarnos. Más tarde tendría que justificarme ante el jefe por no tener capturas de Borges saliendo del San Ildefonso. No sabía qué iba a decir, lo único que podría salvarme de una amonestación severa, era una exclusiva. ¿Pero cómo conseguirla con tantos reporteros acosando a Borges?
Virolo estaba visiblemente encabronado. Tomó curvas rápidas por las avenidas más estrechas, chupando un Baronet y botando el humo por la nariz como un buey frente al matador. Golpeaba el timón como loco y mandaba a la chingada a todo vehículo que se atravesara en su camino. No dudo que haya pensado en darme el golpe que le debía por lo del vocho amarillo. Virolo sabía que en Revista de Revistas el editor en jefe lo quería jubilar de una vez por todas, pero él seguía fantaseando con echar la siesta bajo una sombrilla en Acapulco, con una botella de mezcal a la mano y tomando el sol hasta emparejar el color de sus pies y sus brazos con el resto de su alma.
Cuando llegamos de regreso al hotel Camino Real, Borges todavía estaba en la calle junto a María Kodama, Miguel Capistrán y unos pocos reporteros; Arreola y compañía habían desparecido. Borges, cogido del brazo delicado y fantasmal de su secreto amor, era guiado al hotel. A unos pasos de la entrada, Borges se detuvo de repente por el sorpresivo anuncio de Kodama a razón de un escalón olvidado; yo capturé el momento: Borges se ve imponente, varonil, desafiante, algo así como los personajes que se baten a duelo con navajas en sus relatos, tomando del brazo a Kodama con total seguridad como versando: «Mírala. Es tu espejo». Borges, con el cuerpo rígido y una sonrisa victoriosa, como la de un veterano de guerra que pasea en carro alegórico por la avenida 9 de Julio y que nunca olvida la disciplina militar. El cabello de Kodama revolotea al viento como alzando vuelo de golondrina. Ese vestido largo hasta las rodillas, perfila su cuerpo menudo, y el detalle de su tacón, ligeramente recostado sobre la acera, parece flirtear con el argentino. La foto muestra a Kodama distraída, natural, y no deja de parecer hermosa en ningún momento; lástima que Borges no haya registrado en su memoria la maduración de esa belleza de sangre japonesa.
Borges ingresó al hotel. Los reporteros empezaron a replegarse. Yo no podía irme sin compensar mi ausencia a la salida del Colegio San Ildefonso, pero se prohibía la entrada a los medios de comunicación. Escuché el roncar del vocho amarillo calentando y vi el humo de los baronets escapar por las ventanas. Sonaron dos bocinazos y vi la mano de Virolo llamándome. No podía irme. Descolgué la Olympus de mi cuello y usé el teleobjetivo a través de la puerta circular de vidrio; alcance a ver una de las dimensiones del Aleph: Borges y Kodama atravesaban el largo pasillo que conducía a las habitaciones. Borges caminaba siempre del brazo de Kodama: la mujer de sus ojos («Los largos siglos de la vigilia humana la han colmado de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo»). Borges / Leo / y la oscuridad: ¿Qué tipo de pesadillas podría tener un niño ciego? ¿Qué tipo de imágenes se le presentaban? ¿Qué fantasmas lo perseguían? Jamás podría decirle a mi hijo que todas esas visiones eran producto de las películas de terror, que los monstruos no existen, que La Llorona no era más que una leyenda urbana. Mientras pensaba en esto, realicé el último disparo con el que herí de seriedad a Borges: cayó de bruces y arrastró consigo a su acompañante. La secretaria se desplomó con el vestido levantado, dejando a la intemperie los muslos lozanos y el trasero infantil. El bastón de arce y la sombrilla negra rebotaron por el pasillo. El golpe seco alertó al público. Los camareros del hotel se apresuraron a auxiliarlos. No se les hizo difícil poner de pie a Kodama, pero Borges era un roble viejo, triste y despeinado con una sonrisa bobalicona perdida en la nada. Debía conocer la sensación de vergüenza, pero la vergüenza ya no tenía rostro para él. Borges y Kodama se sacudieron el polvo y fueron escoltados por una delegación de botones del Camino Real.
Pensé en Leo de regreso al vocho. ¿Quién sería su bastón a la edad de Borges? ¿Quién cubriría este mundo con burbujas de plástico y cintas de colores inútiles cuando creciera? ¿Quién sería sus ojos cuando los de Ofelia y los míos solo fueran cuencas vacías? Me dolió imaginar a mi hijo abandonado en este mundo, pero más me dolía aceptar que todos lo estábamos.
El asiento del vocho seguía hirviendo. Virolo no dejaba de tamborilear los dedos sobre el timón. Golpeaba la lata de su puerta cuando algún vehículo se le ponía en frente.
—Espero que tengas algo bueno, Rogelio —dijo sin mirarme y escupió la colilla del Baronet por la ventana.
Bajé el respaldar del asiento y miré al cielo. Nubes grises y espesas. Me coloqué las gafas de sol y cerré los ojos haciéndole creer que dormía.
Virolo se estacionó en la entrada de Revista de Revistas. Cogí todas mis cosas y salí del coche. Cuando cerré la puerta, Virolo me detuvo. Abrió la guantera y dijo:
—Llévale unos cuantos a tu escuincle. —Agarré un puñado de pirulines y le agradecí mirándolo a los ojos: esas dos islas que ya casi se quedaban sin mar y sol. El coche desaparecía detrás de una neblina de Baronets y smog, cuando escuché que un niño gritó: «¡Vocho amarillo!» y me dio un golpe en el brazo y se echó a correr entre las calles y el tráfico.
En el cuarto oscuro, bajo la luz roja, mientras sumergía los negativos, vi las capturas de Borges cayendo cuadro a cuadro, como si fuera una mala película de Cantinflas. No creí que al editor en jefe le interesaran. No éramos una revista amarillista, pero habría otras que comprarían las fotos a buen precio y harían de Borges una copia barata de una obra maestra. Ver proyectada la humillación de Borges en Leo, me hizo desistir de la tentación. Decidí deshacerme de esos negativos. Los corté en pedazos irreconocibles y los arrojé al tacho de basura. Conservé el resto de fotos, sobre todo la de Borges y Kodama entrando al hotel Camino Real, esa captura sublime que dejaré olvidada en alguna parte, y que, pasado el tiempo, desparecerá para no volver. Su destino era extraviarse.
Salí por la madrugada. Las calles estaban mucho más oscuras de lo habitual. Busqué cigarros entre mis bolsillos, pero en vez de tabaco, encontré pirulines. Saqué uno, le quité la envoltura y empecé a chuparlo. En el autobús traté de reconocer a qué sabía cada color, el verde, el amarillo y el rojo, que pintan rayas horizontales en los pirulines, así podría orientar a Leo relacionando los colores con los sabores, pero era imposible diferenciarlos en la oscuridad, tan imposible como dormir una siesta junto a Virolo en Acapulco o como Kodama anunciándole a Borges que va a ser padre.