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Es comunicadora social. Laboró en el sector público y privado de Tacna, pero es a partir de su colaboración en los periódicos Correo, Sin Fronteras(…)
Continuando con la segunda etapa de proyectos editoriales, que inauguramos con la revista digital, presentamos «Serie Breve» una selección de poetas y narradores, nacionales e internacionales, conocidos y por descubrir, que hemos seguido de cerca con mucha curiosidad. No dudamos que, después de leer estas breves páginas, el lector se verá tentado a continuar en su búsqueda literaria por cuenta propia, anotando los nombres de cada autor de estas plaquetas.
Mira, ahí está el papá de Benavides. Todo elegante, despidiendo a las últimas señoras de sociedad que se acercan a él. Y a unos pasos más allá está el hijo, también de corbata, con su sonrisa estúpida y su buena onda, ocurrente, cayéndole bien a todos. Como buen esposo, acaba de despedir a la mujer y a los hijos en un taxi y ahora se acerca al padre, se abrazan, se dicen algo al oído y se ríen al mismo tiempo. Ahora Benavides y su padre chocan las copas de champagne, brindan por la exposición que fue un éxito. Y no es para menos, vino toda la high life de la ciudad. De pronto, a Benavides lo llaman para unas fotos y ahora el padre choca con mis ojos. Me distingue entre la gente y la sonrisa se le esfuma. Se pone pálido, parece que hubiera visto un fantasma. Me hace un gesto con la cabeza y me levanta la copa. Yo lo imito. Ninguno tiene ganas de acercarse a saludar. Esta tarde volvió a dolerme horrible la pierna y fue toda una odisea subir los escalones del salón de gala de esta exposición. Pero vine por un solo motivo: vengarme de Benavides. Y ahora el padre me mira de lejos. Se parece a los conejos cuando distinguen algo en la carretera y olfatean el aire con desconfianza. No nos veíamos desde aquella discusión en la puerta de su casa, hace cinco años, cuando fui a reclamarle a Benavides que dé la cara, que no sea cobarde, que busque a Tina, que estaba mal, que preguntaba por él. Aquella vez el padre de Benavides lo negó. Detrás de la puerta entreabierta, me dijo que no estaba. Yo sabía que mentía. Cuando le reclamé, me extendió el celular de su hijo.
—Mira, lee tú mismo. Ella lo buscaba. Ella le mensajeaba.
Instintivamente sentí una cólera callada contra esa mano extendida. Aparté el celular con la mano.
—La embarazó y la dejó tirada como un perro.
—¿Qué más podía hacer? Está casado. Tiene mujer. Tiene hijos.
—Ella está preguntando por él. Dile que dé la cara, que vaya a verla.
—¿Y por qué no te haces cargo? ¿No será que tú estás enamorado de esa chica?
Enrojecí de vergüenza. Una hoja venida de lo alto tocó el piso de la vereda. La miré. Era cierto, yo quería a Tina. Pero ella quería a Benavides. Llené bien los pulmones como si tratara de inundar un hueco en medio del pecho. Le clavé los ojos al viejo.
—Si ella muere, cargarán con su vida en sus conciencias.
—Qué se va a morir. Esas cholitas son fuertes…
En ese momento, mis ojos se convirtieron en pequeños puntos de furia. Levanté el puño y lo descargué con todas mis fuerzas en la puerta entreabierta. El papá de Benavides retrocedió. En ese momento miré con desprecio al viejo: era peor que el hijo. Un día fuimos grandes amigos y lo quise como a un padre. Es más, Benavides y yo fuimos como hermanos. Encubrí sus correrías, mintiendo. Fui su cómplice. Y ahora Tina estaba en la camilla de un consultorio improvisado. Cuando fui a verla, me pidió que por favor llevara a Benavides y ahora no iba a poder cumplirle la promesa porque era un cobarde escondido en la casa del padre. Esa fue la última vez que hablé con el papá de Benavides.
Hace tres meses, con Tina no pasaba nada serio. Sólo agarrábamos cada vez que estábamos ebrios. En realidad, yo seguía enamorado de mi última novia. Pero después de varias salidas después tuve que admitir que sí estaba templado de Tina. Me di cuenta el día que le presenté a Benavides, que además de ser alto, de contextura atlética y bien parecido, era encantador, ocurrente y además estaba casado. Tina y él congeniaron inmediatamente. Tanto que esa noche mientras íbamos los tres caminando por la calle, la conversación entre Tina y Benavides estaba tan aderezada de carcajadas y frases, que unos celos en la boca del estómago empezaron a calcinarme. Mi amigo era mujeriego y yo un baboso por haberlos presentado. ¿Cómo se me pudo ocurrir? Lo peor vino después, cuando Benavides le propuso a Tina ser su modelo para unas fotos promocionando los bolsos y mochilas brasileras de un cliente suyo. Lógico, Tina aceptó encantada. Cómo no hacerlo, la paga era buena y estaba desempleada. A qué hora, a las diez está perfecto, entonces mañana en tu estudio. Aquella noche, antes de subirse al taxi, Tina me retuvo un poco más en el abrazo para agradecerme bajito por haberle presentado a Benavides. Y así empezó todo. Fueron tres meses de encuentros, salidas y karaokes. Benavides me enviaba mensajes al celular, muy tarde, cuando su esposa dormía. Me detallaba cómo eludía a su mujer para ir al ritmo de Tina. Sesiones de fotos, almuerzos, conversaciones, cena, discotecas, agarres. Los mensajes de Benavides, cada vez más empuñados de egocentrismo, se multiplicaron. Nos reímos mucho, yo creo que eso es bueno, ¿no?, me escribía. Yo simplemente dejé de responder. Ya para qué hacerlo. Tina eludía mis mensajes y eso me ponía de mal humor. Siempre estaba ocupada, se le cruzaban los horarios, no, mil disculpas, la próxima semana nos tomamos una cerveza y te cuento las últimas. Y cuando esa semana llegaba, venía una nueva disculpa. La sonrisa fresca de Tina se iba diluyendo en la taza de té que me miraba en silencio por las noches. La pensaba con más fuerza. Ahí me di cuenta que la quería. Alguien debería prohibirle a los celos crear leyes imaginarias. Si dios está en los detalles, pues el diablo también. Revisaba el facebook de Benavides y encontraba las canciones que tanto le gustaban a Tina. ¿Desde cuándo Benavides se había vuelto rockero? Seguro ella le había compartido su historial de música. Quitaba con furia la página sin cerrar sesión. No tenía por qué afectarme. Todos hablaban tan bien de Benavides, lo alababan como el padre del año, como el marido atento y amoroso, el hijo abnegado, el ciudadano filántropo, cuando en realidad era un mujeriego que siempre se salía con la suya gracias al dinero del padre. Pero por qué tenía que enojarme. También lo encubrí muchas veces. Por qué estaba fastidiado ahora. Qué me pasaba. Yo tenía una novia que olvidar, y ni Benavides ni Tina eran unos críos, así que lo mejor sería tomar distancia. Y lo hice metiéndome de lleno al trabajo. Hasta que Tina me llamó desde el segundo piso de una farmacia, en un consultorio improvisado.
Una enfermera me pasó con ella y la escuché llorosa. Fui inmediatamente a verla. Llegué a la farmacia, corrí a la derecha, después a la izquierda, nada por dónde dijo que era, encontré una puerta abierta, unas escaleras verdes. Subí por ellas de dos en dos, de tres en tres. La enfermera me esperaba en el rellano, me señaló una puerta. Tina estaba pálida, echada en una camilla, le acaricié la frente. Benavides no respondía sus llamadas. La enfermera me dijo que era necesario llevarla a un hospital, pero que ella insistía en hablar con Benavides primero. Yo sabía dónde encontrarlo, le dije que lo traería, pero ella debía prometerme ir al hospital. No iba a pasarle nada malo, se iba a poner bien, yo la cuidaría. Ahora volvía de la casa del viejo, pero sin Benavides.
Tina, Tina, Tina. Cómo me gustaba colocarle el cabello detrás del pabellón de la oreja cuando conversábamos. Su sonrisa fresca y cristalina. Sus conversaciones sobre Spinetta y Charly García. Sus abrazos por detrás cuando me cogía de sorpresa. Me limpié los ojos llorosos con la manga de la camisa. Estaba tan distraído que no vi venir la moto, ni tomé conciencia del golpe que me atestó de costado; tampoco supe cuánto iba a cambiar mi vida cuando caí inconsciente en la vereda. Dos costillas rotas y la pierna partida. Una cojera y un bastón para toda la vida.
Han pasado cinco años desde ese día. Por eso escribí ese artículo a favor de la exposición fotográfica de Benavides, para que él baje la guardia y me invite con tarjeta. He pensado en él cada día de estos cinco años. No debí dejar a Tina sola en aquel consultorio. Pensar en ella todavía me duele, igual que esta pierna. Introduzco mi mano en el saco y palpo el objeto que llevo en él, asegurándome que está ahí. Debí llevarla a un hospital, aunque sea contra su voluntad. Ella no tenía la culpa. Ahora que el padre de Benavides se distrajo y dejó de verme, busco al hijo. Está en una esquina, de espaldas, hablando por celular. Mientras habla en voz baja, se ríe. Seguro está enamorando a otra jovencita, sino con quién más tendría ese gesto pícaro. Lo conozco bien. A su esposa le dirá que se quedará a dormir en la casa del padre, pero en realidad se encontrará con ella más tarde. Hacía lo mismo con Tina y con todas las demás. Las pagarás, Benavides, me digo a mí mismo en voz baja y aflojo un poco el nudo de la corbata. Ahora palpo nuevamente el objeto de mi bolsillo mientras empuño el bastón y voy hacia él. Benavides está distraído, no se da cuenta que me acerco por detrás. Cinco años esperando. El dolor goteando, atravesando mis mañanas, los papeles, la pierna, la fotografía borrosa de Tina. El dolor, condenado a repetirse una y otra vez, horadando mi rencor. La vida, como era antes, ahora es un recuerdo remoto. Porque esta vida sin Tina no merece llamarse vida. Benavides voltea y cuando me ve, cree que voy a abrazarlo y sonríe. No se da cuenta que arrojé el bastón y que, al acercarlo a mí con un brazo, con la otra mano le hundo la navaja en el vientre con un golpe rápido. Benavides abre los ojos sin soltar el celular. Baja la mirada, se mira a sí mismo y después observa mi sonrisa macabra en el rostro. Retrocede dos pasos y antes de desplomarse en el piso, me alcanza a escuchar bajito, pero bien pronunciado: por Tina.