Cuentos Covid-19
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Médico y escritor. Cuenta con publicaciones en más de sesenta ediciones físicas y digitales, entre las que se encuentran las novelas artesanales «Vientos del Apurímac»,(…)
Los cuentos que conforman «Miseria Humana» desgarran la epidermis y las heridas que provocan son de difícil cicatrización. El daño corporal va aparejado con trastornos psicológicos que a veces rayan con la locura. La pandemia del coronavirus rescató al reptil dormido de nuestro cerebro prehistórico. La miseria humana afloró como la perfecta depredadora y encontró campo fértil en los predios invisibles de este virus mortal.
La pandemia viral colapsó el sistema de salud a nivel global. La severa disposición de la autoridad sanitaria mundial sobre la correcta manipulación de los fallecidos no siempre se acató. Cuando la demanda de cadáveres superó la oferta, los cementerios y crematorios desbordaron sus instalaciones. Las víctimas fueron tantas que quedaron esparcidas en la vía pública, vera del camino o devoradas por animales salvajes en el monte. Los científicos no tardaron en demostrar que el virus permanecía en los tejidos muertos, conservando el poder infeccioso y la capacidad de ser transportado a través del aire o contacto de los cuerpos con la tierra utilizada para la sepultura. Ante tal panorama, la autoridad sanitaria mundial elaboró el «Manual de Buenas Prácticas de Manufactura» para el reciclaje de cuerpos humanos.
El documento, entre otras directivas, ordenó la construcción de grandes complejos fabriles para reciclar los desechos humanos en productos de utilización universal. La campaña para ejecutar el manual fue una carrera contra la adversidad y en tiempo récord las fábricas recicladoras emergieron a lo largo y ancho del globo.
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Jacinto Figueroa conduce el tráiler frigorífico con cincuenta cadáveres preservados a -5° centígrados. La cabina del vehículo está aislada herméticamente y el sistema de aire acondicionado que lo mantiene con vida posee los filtros para enviarle aire estéril. Viste el equipo de protección personal proporcionado por la empresa. A su modesto entender, deduce que el ambiente es seguro y confiable.
Desde la medianoche está en fila para ingresar a la fábrica. No se apura porque el recorrido está calculado al milímetro. La pandemia mató a la mitad de su familia; él es un sobreviviente. Uno de los ocupantes del camión es su esposa. Espera que la muerte de la mujer de su vida sea útil, no como la de sus dos hijos y hermana enterrados en un lugar desconocido.
El estruendo de una sirena anuncia el turno de Jacinto. El ruido lo sobresalta. De la guantera extrae el registro, lee el nombre de su mujer y no puede contener una lágrima. La fila avanza y pronto el vehículo es escaneado. Los cadáveres llevan una pulsera en la muñeca. El scanner identifica los códigos de barras y una vez listos se inicia el proceso. El chofer recibe el documento confirmatorio y abre la puerta trasera del tráiler. Cuadrillas de empleados retiran los cuerpos y los ponen en fajas transportadoras que los conducen al monstruo metálico. Figueroa no logra ver cómo su esposa es convertida en un insipiente bocadillo. Recibe la orden de avanzar y desocupar la fábrica. Se persigna y marcha resignado.
Los cadáveres son compactados por una plancha gigante que sube y baja varias veces hasta que los sensores indican que lo orgánico fue triturado. El producto es conducido por un sistema de transferencia hasta el siguiente compartimento. La gigantesca centrífuga separa placas de titanio, material de osteosíntesis, válvulas cardiacas, marcapasos, incrustaciones dentales, ojos de vidrio y todo aquello que ya no le servirá más al cadáver. El resultado es un medio semilíquido con dos interfaces, en donde lo inorgánico precipita y el biológico adquiere características sobrenadantes. Esta separación facilita la absorción del sustrato viscoso por enormes pipetas, para ser vertido en una cubeta de igual dimensión.
En esta estación se inicia la deshidratación de lo absorbido. Luego de seis horas, los líquidos corporales serán evaporados hacia el exterior para ser captados por recicladores de anhídrido carbónico. Lo generado corresponderá, de acuerdo al «Manual de Buenas Prácticas de Manufactura», a la sustancia vital de seres humanos. El siguiente paso será transportar ese polvillo grisáceo hacia el cubículo de esterilización. Los rayos ultravioletas y ozono cuaternario completarán el paso final del protocolo.
La sustancia manufacturada termina el ciclo al llegar a la zona de empaque. El automatismo de las líneas de transmisión la recupera sin desperdiciar un gramo y la empaca en una bolsa de 50 kilos. El hardware se detiene y apaga la máquina. El inspector de calidad que viste una especie de traje de astronauta, observa la bolsa, la examina con una pantalla portátil y corrobora el cumplimiento del «Manual de Buenas Prácticas de Manufactura». Certifica que se obtuvo el 99,99% del genoma libre de mutaciones y patógenos. Da la conformidad a la carga genética humana resultante, saca de un bolsillo el sello que avala las normas de buena manufactura para el reciclaje de cuerpos humanos. Lo estampa a un costado, junto con la de su huella dactilar. Luego, en el departamento de impresión colocarán la palabrería de rutina. Mientras tanto es suficiente con lo que acaba de colocar: «Fertilizante Humano».