Sábado de verano, tomado de su mano caminábamos hacia el paradero, no le llegaba ni a los hombros, su piel oscura denotaba firmeza frente al sol de mediodía. Subimos un bus que en media hora nos dejó en el óvalo de Puente Piedra, donde compramos uvas en bolsitas por un sol. Me sudaban las manos, pero no dejaba su brazo por miedo a perderme. Caminamos por toda la avenida, papá dijo saliendo de casa que aprendería a nadar.
Llegamos a un pasaje antes de llegar a una tienda de electrodomésticos. Un portón pintado de celeste con letras amarillas. Me preguntaba cómo podía estar emocionado y a la vez nervioso, con la boca seca y lengua pastosa. No tenía miedo al agua. Me aterraba volver a casa con su silencio de decepción. Era el último de mis hermanos, siempre con buenas calificaciones, con habilidad para los deportes, la excepción a la regla, como se decía en los almuerzos familiares de domingo.
Cruzamos un campo de fútbol, donde se escuchaba cumbia en los parlantes. Al finalizar el campo, en un sector apartado estaban las duchas y dos piscinas. Una para niños y otra para la “gente grande”, como me dijo mi padre en el auto, mientras comía tunas que había comprado a un ambulante. Me ardían los ojos. Quería llorar, pero no podía, era una regla tácita entre los hombres de la familia. El gusto con disgusto. Y me acerqué a él, en ropa interior. En silencio como si hubiera hecho algo malo. Se puso de espaldas y se agachó. Sube, dijo. Obedecí, era el tono en el que empleaba una orden.
Sentí un temblor en las manos. En unos segundos estábamos en el agua, mis brazos se desprendieron de su cuello y él comenzó a dar brazadas. Fue la primera vez que sentí miedo a morir. Por instinto, comencé a mover los brazos por debajo del agua en medio de la desesperación. De buscar aire. Respiré al fin, al llegar al borde. Jadeando, extrañamente con ganas de hacerlo otra vez. De pie, a un lado de la piscina él me miraba sin sonreír, pero ahora tenía un gesto amable, de aprobación.
Esa tarde, luego de varios clavados colgado de su cuello compartimos una pollada, mirándonos, con ese intercambio leve casi imposible de palabras. Vimos un partido de fútbol entre comerciantes del Mercado Mayorista Humantanga, con un nivel de empeño más alto que de talento con la pelota. Exhaustos, volvimos a casa. Con la piel que ardía al tocarla, con una felicidad que no se debía mostrar entre dos hombres. Yo solo sonreía al cruzar la puerta de casa, todavía de su mano, porque casi había aprendido a nadar.