Conocí a Marcel cuando éramos niños. No lo quería cerca porque él significa problemas, desde el principio fue así. Su voz aguda y nasal era desesperante, pero así como no me di cuenta del momento en que comenzamos a ser amigos, no me di cuenta de cuándo su voz comenzó a ponerme nervioso.
Marcel se convirtió en un pensamiento frecuente, y aunque intenté monopolizarlo, mi amigo parecía disfrutar más de las conversaciones con cualquiera que no fuera yo. Me molestan sus ansias de novedad, me impone ese deseo y pretende modelarme a su gusto. Él elige a nuestros compañeros, siempre de la misma forma: los observa unos días y luego me pide que me acerque, no me pregunta si estoy interesado.
Hay una chica en su trabajo, Marcel me pidió que la invitara. Tiene un protocolo, siempre hace las cosas de la misma manera; se saca el condón y dice: «Helena me gusta». Sé qué significa, no necesita decir más.
Temprano en la mañana me paso por la cafetería de camino a la facultad. Sigue cerrado y tengo que volver más tarde. ¡No quiero! Horas después, al medio día, recibo un mensaje: «Te amo». Marcel cree que ya acordé la cita. Apago el móvil. Regreso a la cafetería, tomo aire, sonrío y entro. Unos minutos después salgo de ahí con un café americano y una confirmación. Iremos a un motel, me disgusta llevar mujeres a casa, observan todo y siempre tienen una opinión.
Voy a un jardín a beberme el café. Tengo celos de las parejas que pasean. ¿Por qué Marcel no es así? ¡Payaso ególatra! Dejo el café a un lado y miro las caras de los solitarios, me identifico con ellos: vacíos, ansiosos de calor. Cuando enciendo el móvil, me llega un mensaje: «Llevaré la comida, ven pronto a casa». Miro con desprecio el aparato, me tomo mi tiempo antes de responder: «Te llevo un postre. Te amo». Me voy a prisa, debo buscar una pastelería.
***
Loth va a dejarme. Dirá que ya no me quiere, que lo mejor es separarnos, y aunque es masoquista incluso él tiene un límite. Va a dejarme y no volveré a verlo. Sé que tomará al gato, el resto de sus cosas y saldrá por la puerta una última vez. Me hablará pausadamente, sin molestias, con la serenidad de la resignación. Me mirará a los ojos y sin remordimientos dirá lo que tenga que decir.
Llega, nos sentamos a comer y me cuenta su día. Habla de términos que no entiendo, yo sonrío y asiento como si me interesara. Me aburre, pero lo quiero y por eso debo soportarlo. Me compró un pastel de chocolate, siempre compra algo con chocolate. Quisiera que fuera más innovador, que alguna vez se aventurara a comprar galletas o que no comprara nada. Sí, me gustaría que un día llegara sin un regalo y discutiéramos por la falta de postre, eso sería suficiente para hacer buena nuestra tarde. No necesitamos postres.
Nunca discutimos, siempre me da la razón, siempre acepta lo que digo e incluso se adelanta a lo que pudiera pedirle. Interpreta mis acciones, mis gestos y palabras. No muestra oposición, busca la manera de complacerme aun cuando no quiero. Su gentileza es odiosa porque sé que es auténtica, le nace. Loth es ingenuo, por eso lo odio.
Un día se va a cansar, va a tomar el gato y sus cosas para salir por última vez. No regresará. No sé si la idea me aterra o es indiferente. A veces no sé si temo perderlo o me relaja. Sé que va a dejarme, desde hace mucho le noto las ganas de irse. No debí aceptarlo, ahora podría no tenerlo en mi vida y no esperaría nerviosamente su adiós. Sé que lo hará, que Loth entrará por la puerta y me mirará de una forma diferente, sabré que maté lo que teníamos y me lo dirá, no como reproche, pero me lo dirá: —¡Ya no te quiero!—. No podré reaccionar tan a prisa como para suplicarle, para hablar sobre mis errores, nuestros errores. Va a tomar esa maleta gris que está debajo la cama y guardará sus cosas.
Mañana, mañana va a dejarme. Lo miro del otro lado de la cama, duerme con tranquilidad porque sabe que se librará de mí y no tendrá que sonreír a pesar de estar molesto. No volverá a verme a los ojos, no besará a quien no desea, no cumplirá mis caprichos. Tomo su mano bajo las sábanas y beso la palma, lo abrazo y cierro los ojos. Me abraza: —¿Tuviste una pesadilla? Duerme, Marcel, tienes turno a las siete—. Me besa la frente, yo me aferro. No quiero que se marche, pero va a hacerlo, mañana a medio día tomará sus cosas y se marchará. Se puso a pensar en la forma correcta de dejarme, por eso estuvo despierto hasta que me quedé dormido, no quiere que sospeche nada.