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Cuento: «Los niños desaparecieron, Alberto» por Oswaldo Castro

Oswaldo Castro

Oswaldo Castro

Piura, Perú, 1955.

Médico y escritor. Cuenta con publicaciones en más de sesenta ediciones físicas y digitales, entre las que se encuentran las novelas artesanales «Vientos del Apurímac»,(…)

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─Los niños desaparecieron, Alberto ─musito y aguardo una frase compasiva.

Alberto, lejos de decirla, da la espalda en un signo claro de inconformidad y disgusto. Mira el techo de la habitación y mueve la cabeza de un lado a otro. Voltea y sus ojos me enfrentan. La mirada que recibo está cargada de dolor y resignación. Se apoya en la pared y uno de sus zapatos estampa la suela sobre la pintura. Conozco su lenguaje corporal y se ha acomodado para escuchar. Su actitud me abruma y tomo aliento para precisar los detalles. No quiero obviar ninguno porque soy el responsable de la desgracia. Con voz serena y grave inicio el relato:

─Para empezar mi descargo, Alberto, mencionaré algunos hechos previos ─cierro los puños y resoplo emitiendo un silbido ─: una semana antes de navidad tu hermana me invitó a cenar con ustedes. Consideré la ocasión ideal para acercarme más a la familia y le ofrecí llevar dos botellas de vino. Compré regalos para los niños y acerté con lo escogido. Pepín estuvo feliz armando el rompecabezas y Anita con la muñeca caminadora. ¿Recuerdas la cara de felicidad de tus sobrinos y a Diana aprobando mi buen gusto con el beso que me dio en la mejilla? No sé si fue el licor o su perfume, pero aquella noche decidí confesarle mi amor, el que para ti no era novedad…

Alberto mantiene la vista clavada en alguna pared de su mundo y escucha con atención. Sé que lo hace. Continúo:

─Bebimos champaña desde las diez y Martha, presionada por el hambre de los chicos, rompió el protocolo y abrimos los regalos. No sé cómo Ramiro llegó en pie a la medianoche. Diana, al oírlo con la lengua medio trabada, lo sentó en el sillón y obligó a tomar café cargado. El cuñado aceptó de buena gana y a punto de quedarse dormido tus sobrinos lo levantaron para encender chispitas luminosas y ver el espectáculo pirotécnico de la ciudad…

Hago una pausa para constatar que Alberto no ha perdido interés. Carraspeo para pasar saliva y prosigo:

─El edificio de tus hermanas es una mole antigua y el departamento está en el séptimo piso, junto a otros tres. Esa noche las puertas estuvieron decoradas con coronas y guirnaldas, los árboles y plantas adornados con luces intermitentes, los pasadizos llenos de purpurina verde y dorada y los pasamanos tejidos con cadenetas de nieve artificial. En realidad, el piso lució hermoso y colmó el sueño de la vecina del departamento contiguo. La viejita se dio el trabajo y gasto de hacerlo…

Inspiro el aire frío para no ahogarme con los eventos y reanudo:

─La ubicación del edificio es inmejorable y la vista panorámica de los fuegos artificiales es un lujo impagable. Volviendo al asunto, desde la ventana Ramiro y sus hijos se maravillaron con las luces multicolores y figuras que rompieron el cielo oscuro. Después Pepín quiso repetir el escenario en el pasadizo del séptimo piso. Martha pidió paciencia y cautela con la pirotecnia. Ramiro se recuperó de la borrachera y aseguró que no habría problema. Sin embargo, entendí la indicación disimulada de Diana y salí para acompañarlos y vigilar. Los niños corrieron con las varitas encendidas, jugaron a perseguirse e imaginaron batallas con espadas láser. Ramiro no les quitó el ojo y yo aproveché para alejarme un poco y fumar un cigarrillo…

 Me detengo para buscar la cajetilla que siempre llevo en el bolsillo de la camisa y no la encuentro. Decepcionado sigo adelante:

─Escogí la baranda más alejada y empecé a disfrutar a escondidas. Al pie del tragaluz las luces de un carro indicaron la premura de sus ocupantes y escuché el bocinazo apurando al portero. Desde el séptimo piso, la columna vertical de escaleras, descansos y luminarias de emergencia parecían el interior de una garganta gigantesca…

Me detengo unos segundos para observarlo. Callado como una estatua enarca las cejas para que termine la confesión.

─Muy bien, Alberto. Acá empieza el problema. Ramiro se dio cuenta de mi ubicación y me hizo un gesto con la mano, sugiriendo que luego fumaría. Yo le devolví la promesa mostrándole el pucho. Estaba exhalando la bocanada de humo cuando súbitamente los niños desaparecieron. Alcancé a mirarlos corriendo y sus vocecitas se repetían en medio de los petardos callejeros extemporáneos. Después solo puedo decir que los gritos de tus sobrinos se alejaron hasta desaparecer. No sé adónde fueron y tampoco supe de Ramiro en ese momento. Vagamente escuché que pedía fósforos a su mujer y no puedo precisar si entró a la casa o se los alcanzaron…

Alberto baja el pie de la pared y se acomoda el pantalón. Lo hace ajustando la correa como si le quedara grande. Sigue silencioso, en un mutismo desbordante de preguntas. Ya no puedo decir más o aportar algo que explique la desaparición de los niños. Lo miro fijamente, pretendo que él sea quien aclare la confusión. El espacio entre nosotros se acorta hasta casi fundir la piel y llegar al fondo del misterio.

─Los niños no desparecieron ─dice convencido.

La afirmación es la puñalada que me hace entender. Diana nunca escuchará mi declaración de amor y me olvidará. Algún día los niños sabrán cómo es posible que un señor esté y luego no. Alberto explica que ahora pertenezco a una cofradía diferente, que integro una nueva dimensión y no debo torturarlo con explicaciones que desafían la lógica de las ausencias. Es mejor desaparecer y dejar a todos en paz. Para eso está conmigo, para ayudarme.