Cada quince días mami se reúne con sus hermanas. A las cinco de la tarde celebran el acontecimiento establecido cuando mi tía Dorita se jubiló. Aquel fin de año mamá las obligó a compartir dos veces al mes el lonchecito y los recuerdos. Desde hace una década el ritual se lleva a cabo en nuestra casa y es la forma que tienen de recuperar el tiempo perdido. El profesorado las llevó por diferentes partes del país y la idea de mamita resultó brillante para disfrutar algunas horas doradas de la vejez.
Para concretar el acuerdo familiar asumo la noble tarea de recogerlas, acompañarlas en el ceremonial quincenal y regresarlas. Aclaro que nunca han colaborado con algo en la mesa. Mamita les perdona la conchudez y suspira de alegría cuando planean el encuentro venidero. Es obvio que quien costea el gasto soy yo. Agradezco la deferencia porque así me han educado. La víspera recibo la lista de ingredientes, detalles y caprichos de la autora de mis días y los traslado a mi fiel Pochita, mi nana, mi segunda madrecita.
Mamá enviudó antes de los treinta y, ayudada por mi Pochita, me crió a fuerza de privaciones y esfuerzos. Mis tías, identificadas con su sufrimiento, se consagraron a la soltería para evitar el calvario del matrimonio trunco. Mami es la diosa en el altar de mi vida. Una sonrisa suya basta para desarmarme y sus palabras dulces y precisas me derrotan, dejándome en el suelo. La frustración, vergüenza y amargura han sido constantes en mi existencia.
Mucho más joven que su patrona, Pochita mantiene el buen talante norteño con que llegó hace cuarenta años. Tras larga y desgastante batalla doméstica logré sacarla de la cocina y sentarla en la mesa principal. No me importaron las amenazas de mamá de comer en su dormitorio ni sus amagos de desvanecimiento. ¡Cómo te odié, madre! Verla con nosotros, comiendo lo mismo, opinando y riendo fue una condecoración en mi precaria existencia. Fue la victoria pírrica lograda a los cincuenta años de edad. Es el orgullo de un ser humano apagado, decadente y sumiso ante el avasallamiento materno.
A pesar de la férrea oposición de mamá, mi Pochita es la mujer que conquisté y llevé a la mesa familiar ¡Quiero matarte, madre mala! Es un decir porque soy cobarde y jamás lo intentaría. Me he desvelado noches enteras maquinando la forma de asesinarla. He diseñado métodos, coartadas y no consigo coger el instrumento del crimen.
La compañía, mi compañía, me libera dos horas antes del cierre para recoger a mis tías. Recorro la distancia hasta la Residencial San Felipe. Estaciono frente a la torre donde se ubica el departamento de mi tía Sarita, otorgado por la Derrama Magisterial, y el ascensor sube los nueve pisos para llegar. Viven juntas, son cariñosas y no sé si estarán al tanto de mis desgracias amatorias. Desconozco si alguna vez se enteraron que mantuve un romance a escondidas, temiendo al qué dirán y que se pudrió cuando fue descubierto. ¿Acaso supieron que el tratamiento psiquiátrico recibido por el pariente que les pasa una pensión mensual para sobrevivir con dignidad fue para superar la crisis de identidad sufrida a los treinta años? Perdí la virginidad en un hostal barato y a partir de ahí fui incapaz de mantener una relación amorosa sana y convencional. Garantizo que no saben el derrotero de amantes y desencuentros que adornan mi prontuario sentimental. ¿Gracias a quién? ¡Mamá, te quiero muerta! Si tanto crees en Dios, ¿por qué no le pides que te recoja? Hasta en eso tengo mala suerte. Mamita está más sana que un roble y el doctor Ramos dice que enterrará a sus hermanas.
¡Maldita sea! Madre, te adoro a mi manera. Eres lo peor que me ocurre y no hay forma de liberar el lastre que significas para mí. Se me va la vida y no tengo a nadie con quien pasar el domingo. Puedo ofrecer mucho y solo veo la comprensión y sufrimiento de mi nana.
Pochita de mi corazón, cuántas veces lloré en tu regazo, cuántas me consolaste, cuántas me perdí feliz en tu vagina, cuantas me demostraste que soy de carne y hueso. Es injusto que una persona haya destruido la vida de dos inocentes: la hija única y la empleada. Le sacamos la vuelta a sus innobles pretensiones y nunca sabrá que tenemos sexo en sus narices porque las tizanas que bebe la duermen temprano y sin resistencia. La noche es nuestra, Pochita. Sin embargo, no hemos renunciado a separarnos y buscar la compañía final. Lo tenemos claro y aguardamos el lonche de más tarde para seguir con nuestro libreto oculto.
Salaverry, Javier Prado, el Touring, la casita de Lince, herencia del padre que casi no conocí, espera como cada quincena. La ruta la conozco de memoria y podría llegar con los ojos cerrados. Nos recibe Lucy, la yorkshire bullanguera de mamá y tomamos asiento en la sala. Mamita baja, preciosa, elegante, exhibiendo el peinado recién hecho en la peluquería. Radiante y autoritaria nos invita al comedor. Mi Pochita ha engalanado la mesa con croissants rellenos con jamón y queso, galletas de avena, mermelada de saúco, tostadas light y crema de palta. Al centro luce el queque marmoleado horneado anoche, después del sexo. Mi Pochita sirve el té recién filtrado y a mi madre la tizana de hierbas energéticas, la que esta tarde está un poco más amarga. Mi nana se esmera en endulzarla con miel de abeja.
Sentados, animados, felices, damos rienda suelta a los recuerdos. Mi Pochita y yo nos miramos disimuladamente y sabemos que la tizana viene más cargada que de costumbre…