Habría de llegar él a fines de mes, en una acalorada tarde, salvaje y húmeda, sonriendo esa risita que inspira la simpatía pero que encubre falsa falsedad. Con su sombrero de paja andina con alas extendidas de garceta a pique, sus gafas oscuras, su reloj de oro macizo y dizque brillante calidad, su guayabera a cuadros de seda crema, y aquel pantalón blanco de bófeta. La primera vez que lo hizo, rechoncho él y ensuciado por los estragos del viajar por las selváticas carreteras, buscando donde alojarse, rogando, se hospedó en el último cuarto, deshabitado y lóbrego harto tiempo, del tercer piso de nuestra casa; que aguardaba pegado al ventanal del fondo —tenía una vista panorámica del parque La Unión—, su llegada, algo que los destinos, contrastadores, así lo consentían.
Se llamaba Larry, más nosotros sólo lo tildábamos de ‹‹señor››, en sus primeras venidas es verdad, porque poco a poco entablaríamos grata amistad. Cargaba, en todas en las que llegó lo hizo, un mediano cajón de madera que aparentaba forma de féretro de mozalbete; en el hombro se le columpiaba un abultado zurrón de cuero bovino, y la mano derecha estaba al pendiente a cualquier saludo, pues era la que estrechaba en la cortesía la de mi padre, quien ya también le tenía grande afecto, y, por supuesto, reservado su habitación para que pase la noche y las que téngase que pasar.
Y aunque la mayoría de veces llegaba empolvado, sudoroso, con la piel roja y puesto aquel sombrero de copa elevada que parecía esconder del mundo la totalidad de su rostro, daba su presencia cierta galanura, y su comportamiento, que pareciese que instruido había sido en clases de buenos modales y el arte de la política, agradaba. Empero, a pesar de todo, tenía cierto aire enigmático, pues a veces su semblante era oscurísimo como la sombra tupida de los sueños en la inconciencia, aunque él era de tez marrón acaramelada, y con una sonrisa que a maquiavélica tiraba. Sin embargo, era buena gente, y, daba la impresión, un encarnado misterio.
Fue él el primero en llamarnos ‹‹sobrinos›› cada vez que regresaba y nos veía corretear alrededor suyo, felices y muy espesos, como unos salmoncillos alborotados. Pero desconcertados no le contestábamos con un ‹‹tío››, aunque no tardaríamos en reconocerlo como tal. Agradaba, a primera vista, a la mayoría, y todos le agradaban, sin distinciones, también. Sin embargo, si es juzgar preciso, era una persona extravagante. Solo sabíamos, con el paso del tiempo que bien puede ser pronto, que vendía aquellos brebajes terapéuticos, silvestres estos, alojado en las calles, ofreciéndolas: ‹‹Las medicinas de nuestra madre naturaleza, doña, jarabes con almíbar cien por ciento natural, compadrito, con sus recetitas nativas y baratas, vecina, las milagrosas, ñaño; las del padre Inti, las de la Pachamama, las del Gápaj››. Y en varias ocasiones hasta le trataban de ‹‹¡fanfarrón, fanfarrón!, ¡badulaque, estafador!››. Entonces el pobre, con su desolada sonrisa y rojísimo cual un cangrejo cocido, cabizbajo, balbucearía algunas palabras, ¿qué diría? No obstante, aun así se podía afirmar que sí tenía harta clientela, pues la mayoría de las tardes recibía visitas diferentes a las anteriores. Por consiguiente, desde que apareció —sí, fue su presencia una aparición—, cual lo misteriosa que es la vida por estos pueblos tal vez olvidados, no tardó en causar la polémica, y estas siempre con sus remotas tergiversaciones.
Traía, aparte de su pesado y penoso ser pueril, unas veces formidables ofidios —boas gigantescas, culebras amaestradas, anacondas y pitones—, aves exóticas —un guacamayo inmenso y borrachín que contaba leyendas y cantaba merengues—, plantas en macetones o rastreras enredadas en su persona; y que (algo curioso) a la mirona muchedumbre oriunda de la selva, que era su versátil público callejuelo, impresionaba hasta el aturdimiento. Cierta vez en uno de sus estadías de peregrino mercante en la hostería, una boa descomunal se escapó de su habitación y alarmó a los inquilinos; quienes exacerbados y turbados procedieron en avisar a la comisaría del pueblo, y cuando empezaron a buscarlo, pesquisando rincón a rincón, no lo hallaron, y fue que, como si se hubiese esfumado de la faz de la tierra, nunca se le encontró. Mas el tío Larry, ya percatado y advertido de ello, regresó al mes siguiente del incidente con nuevas extravagancias silvestres, mostrándose tan optimista como la primera vez, si así ahí lo hizo.
Aquel acontecimiento fue uno de los pocos que se reservaba negativamente con respecto al tío Larry y a su ya comprometida idiosincrasia de hombre popular reciente. Además, nunca se le había visto beber tragos alcohólicos, y sabrán cabalmente a lo que me refiero, en alguna de las férvidas parrandas, casi religiosas, propias de la amazonía y su población; ni armar pleito en plena calle con tal multitudinaria y hasta exasperante gente, tampoco lo encontraron con alguna mujer íntima de las ardiendo por amor el día por su tropical soledad. Y aunque se le habían presentado diversas ocasiones para caer en lo que se llama cosas mundanas y lo ya mencionado, y aún en más peores y humanas oscuridades, nunca despeñó. Nadie lo había encontrado por esos tiempos en situaciones embarazosas que pudieron dañar su imagen de un hombre piadoso y tranquilo, de una reputación de hombre de bien con un espíritu de anacoreta bien fundado, liberado él de alto mal con colmado bien. Así era nuestro amigo, nuestro tío Larry; pues nosotros sí lo apreciábamos como se hace a los prójimos con la estima y la caridad; y yo y mi hermanito, por ese entonces, hasta, pudiese decir, con la candidez.
Llegaba solo al pueblo como si familiar alguno no tuviese, y era ello también un cántaro de sus enigmas. Nunca se supo por boca suya de algún natural cercano a él por más que distintos intentaron, de manera ladina y hasta perversa, sacarle más información que su procedencia, tanto más. Y era que aquel hombre siempre se salía con las suyas, pues nadie se quedaba con las respuestas a sus embaucadoras interrogantes —de entender su desarrollada reticencia—, por lo que se suponía su semblante de una agasajada felicidad después, con una sonrisa en los labios y un tumulto en las mejillas, jubiloso presentándose. Seguro gozaba la idea de haberlos vencido a todos y solitariecito. Era el único que podía vivir en cierta soledad y en tal caluroso afecto de los demás; pues por más que nos tenía a nosotros buen momento, más, harto más, era el tiempo en que no se lo veía. Se suponía que estaba solo y era sabido que a veces se enclaustraba en su gabinete, solísimo, y no dormía. Dicen por allí que se le escuchó lloriquear, y por allá otros no sé qué opcional cuestión de prácticas con rituales de brujería o de misantrópica mezquindad.
Era así, es cierto, y digo era, pues cambió; y creo acotar está de más cómo era: algo tan bien tenido en mis retentivas.
Una tarde de agosto y sus novedades en años bisiestos (en estos pueblos tal vez olvidados), no regresó solo. Trajo a una jovencita que él indicó era su sobrina a la estupefacción desmedida de todos; quienes hasta con ayes triviales, tan patéticos como la rienda suelta a su hipocresía, se ensalzaban frente a la sola pareja. Pues era la primera vez que él venía acompañado con alguien que no era uno de esos mercachifles que por la casualidad viajaban con él. Era ella una muchacha ya muy crecida, como de veinte años. Era morena y de cabello lacio, de ojos dormilones y pestañas encorvadas, y muy bella; mas no conjugaba su hermosura, lastimosamente, con su forma brusca de expresarse, con unos gestos desentendidos y a veces hasta con gritos como costeña furiosa, sí, con su sonora dicción de criolla. Pero eso sí, muy pero muy coqueta, y eso era, pues parecía, lo que enojaba bastante al tío Larry, quien a los pocos días la presentaría a todos, que fueron pocos a la cuenta, con la formalidad estricta requerida, como su novia.
Escuché algunas murmuraciones, entre la gente, que no tardaron en comentar, inicuamente: ‹‹Qué todos los de su calaña son iguales, que es su amante, que es un sinvergüenza, ¡un badulaque, un estafador!››. Puesto que ya dormían juntos en aquel último cuarto, en el mismo, y quizás por eso los cuchicheos blasfemos, y quizás también por ello que desgraciadamente el tío Larry perdía cada vez más su grata boga de buen varón, que hasta por allí lo consideraban como a un santo, y ellos, es sabido, no tienen compañeras. Pero con respecto a su personalidad, era casi el mismo, solo con algunas alteraciones y pequeñas modificaciones, acaso por la presencia de aquella morena, quien cada vez que andaba sola por la calle, con movimientos dibujados de aquel dotado cuerpo, no tardaba de oírse por allí silbidos y frases de futuro amor poco discretas, picarescas estas. Y de seguro el tío Larry estaría rojísimo y mascullando enojadísimo; pues ya era de dominio público que nadie resistía a parejo con tal encanto de mujer, como decían o los vejetes casados del pueblo o sus hijos jóvenes. Es así que desde aquella morena empezó a vivir con el tío Larry, aquel ―por más que lo intentara distraídamente― ya nunca sería el de antes.
Cierta tarde tendría que llegar y no llegó. A esas horas yo y mi hermanito jugábamos divertidos un partido de fútbol en el parquecito La Unión, y era curioso que no nos recordáramos que el tío Larry ya tendría que estar de retorno. Pero al instante que se nos cruzó la idea fuimos, nosotros, corriendo apresurados a nuestra casa, para que cuando llegase poder acogerle, jubilosos, con una cálida bienvenida, correteando alrededor suyo y hasta columpiándonos de su cuello, espesos como lo son los chiquijuelos de alborotados. A lo que el tío Larry nos daría algún regalito o buena propina, que nosotros antes no sabíamos recibir y por esos momentos lo hacíamos por aceptar la muestra de su gran aprecio y el buen afecto de su cordialidad; y era esto una de las pocas cosas que aún reservaba de su antigua forma de ser. Y, era verdad, con el pasar del óxido del tiempo, cada vez más, el rastro de su personalidad era un fantasma que se desvanecía ante ineluctables destellos. Y aquel día tendríamos que esperarlo, aguardando, hasta las once de la noche para saber que no vendría.
Todo habría de cambiar desde entonces. No llegó al día siguiente, ni el otro, ni el siguiente del otro, ni los demás días. Toda la semana no se supo nada de él. Nosotros, en nuestra infancia, eran nuestras ideas vagas el por qué no vino, y más era una nostalgia salubre la que nos acaparaba que otras conmociones terribles y tormentosas que pudiesen resultar. Hasta que por la casualidad, sí, por allí, ya pasados varios días, escuché que el tío Larry estaba alojado en un hostal, en el Lavalle del Cardo, y no hubiese sido tanto problema para nosotros como el que tal podía resultar. Pero infelizmente había uno que lo destruía todo; que estrujaba y desbarataba, cual a ser mortal, todo lo acontecido desde el inicio de aquel extraño pasado. Ese hostal, colosal y umbroso, ubicado clandestinamente en los Bajos Mundos, tenía, cómo no, agria malísima fama: de ser hostal de mala muerte, de ser un gran burdel, de ser refugio de delincuentes. Al saberlo, esa vez, sufrí la sensación de entrar desnudo a un congelador.
Los comentarios no tardaron en llegar —como si no lo harían—, y fue como una avalancha de difamaciones y calumnias que demolieron al tío Larry, su pasado y su presente, su vida, su boga, encarcelándolo en la repugnancia. Aquellas palabrotas, que por descuido de ellos, los grandes, alcancé oírlos, me hirieron tanto como debió hacerlo al ambulante cuando debió escucharlas. Era que asesinaron al tío Larry, que según esa gente bebía cerveza en esas cantinas que dan asco sentado en medio de mujeres malas, que después de disfrutar así aquellas presencias, las disfrutaría más en la cama, en una de las muchas del Cardo. Dijeron tantos que sufría por el abandono de aquella morena linda y coqueta, y otros que esa exquisita morena le enseñó a vivir; y también algunos, pocos estos, que se revelaba como tal era y había sido antes de su aparición; habiendo así otras veinte conjeturas, y también todas interesantes y con supuesta y sugestiva credibilidad.
Nuestros padres nos dijeron, corridos los días, y que de no ser escribidor e individuo harto excepcional —soy yo uno de las dos personas que se desunieron de su única persona natal para separar el bien del mal, como la espiga de la paja, de la unidad carnal—, ahora no tan bien reservado tuviese esto en mi memoria, que el tío Larry había muerto, que ya nunca había de regresar a nuestra casa y que ya jamás lo volveríamos a ver. Aunque él, como también invisibles me decían, y lo que me parece hoy en día a mí y no sé si a mi otro yo, con perdón, se las tenía de andar viviendo más que nunca.