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Cuento: «El regional Torino – Ventimiglia» de Kimberly C. Espejo

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Viernes. Ocho de la mañana, estación Torino Porta Nuova. Tengo quince minutos para abordar el segundo tren regional hacia Ventimiglia. Tiempo suficiente para un café y un pedazo de focaccia. Unos minutos después del mediodía llegaría a la estación de Diano. Al subir al tren sentí frío, todavía estaba apagado, junté las manos cerca de la boca para darme calor. Apresuré el paso entre los vagones buscando un asiento vacío. Cuando por fin encontré uno, me senté a pensar en la cara de sorpresa que pondría mamá, luego del distanciamiento, por los exámenes de la universidad. Llevo conmigo la mochila amarilla que me regaló Marco, pesa como si llevara piedras, pero es necesario llevar la portátil para seguir estudiando.

Siento un impulso sobre el asiento, es el tren que empieza a moverse. Busco el libro de cuentos que siempre leo durante los viajes en tren, en el interior de la mochila, siento la nada en mis manos. Lo olvidé en la mesa de noche. Me pongo los audífonos y me dejo llevar por Misread de Kings of Convenience. En el curso de los primeros minutos lo urbano se mantiene presente, los edificios altos y modernos de Torino que contrastan con la antigua arquitectura de la ciudad.

Antes de cumplir siete escuchaba a la gente describir sus viajes en tren, la experiencia de ir sobre estos grandes monstruos de metal, la oportunidad de observar paisajes mientras te relajas y disfrutas de la vista. Después de veinte minutos ya hemos salido de Torino, desde Carmagnola se empiezan a mostrar grandes hectáreas de cultivo, una vasta manta verde que se extiende a lo largo de los ojos más curiosos. En otoño, la indescriptible explosión de colores cambia el ambiente sombrío.

Unos años después entendí a lo que se referían, aunque mis primeros viajes fueron por temas burocráticos, documentos necesarios para mi estadía en un país que era ajeno a todo lo que alguna vez conocí. Con el transcurso de los meses noté al fin lo que pasaba desapercibido ante mis ojos. Cada viaje se fue convirtiendo en algo más que desplazarme de un lugar a otro, era un acto que traía consigo remembranza envuelta de nostalgia.

Cada recorrido es una historia distinta, algunas veces llegaba a mi destino sin haber cruzado palabras con alguien más. Otras veces alguna anciana iniciaba la conversación hablando sobre cómo el clima había cambiado con los años, luego me contaban de sus maridos, hijos, las ciudades que cruzaban buscando compañía de sus seres queridos que estaban siempre ocupados. Aquellas veces bajaba del tren pensando que debía aprovechar más el tiempo aunque no supiera cómo. Recuerdo especialmente a Bianca: sencilla, tierna, amable. No lograba pronunciar mi nombre extranjero, así que escogió llamarme bimba. No dejó de hablar hasta que bajó, acompañada de una sonrisa. Aquella vez no leí ni una sola palabra del libro de cuentos ni me puse los audífonos para ignorar a los de mi alrededor.

Ver a la mammina se traducía a un viaje de cuatro horas. El tren se quedaba detenido a mitad de camino, quince largos minutos en la estación de Savona. A partir de aquí, el tren iba quedando vacío, solo el ruido del camino llenaba los vagones. Pocas veces pensaba en lo que sucedía en Lima, en cómo hubiese sido mi vida con mis hermanos. La vista suele distraerme de mis pensamientos, mis ojos se posan en los tonos azules y verdes de los lagos y ríos que hay en la ruta. Vuelvo a mí al escuchar la bulla que hacen los adolescentes, que ríen de todo y hablan sin parar.

Marco está esperándome en la estación de Diano, es el único que sabe que estoy de nuevo en esta ciudad. Bajamos en auto, a pie nos tomaría treinta minutos. Me deja en casa y va a recoger a mamá del trabajo. La espero con las luces apagadas. Abren la puerta y escucho su voz, enciende la luz de la sala y la expresión en su rostro es todo lo que necesitaba ver. Me doy cuenta que valió la pena el madrugar, el frío, la gente y el cansancio.