La mañana del sábado, Juan José despertó confundido. Su cuerpo, acostumbrado a acostarse y levantarse siempre del mismo lado de la cama, había amanecido en el otro extremo, en la parte izquierda, más próximo a la puerta. Y, pese a que recordaba haberse echado con un nudo en la garganta, recordaba también, y de esto estaba bastante seguro, que lo había hecho como correspondía, sobre su espacio habitual, pegado a la mesita de noche. Para demostrar que no se equivocaba, le bastó girar hacia el borde derecho de la cama y observar que sus sandalias lo aguardaban ahí, en el lugar correcto. Por tanto, quedaba claro que el desliz de moverse hacia ese otro extremo había ocurrido durante la noche, mientras dormía. Si quería descubrir aquel misterio, debía hacer memoria y recordar qué era lo que había soñado, pues no tenía dudas de que la respuesta la encontraría ahí. Sin embargo, apenas comenzó a hacerlo, su mente, como negándose a colaborar, se cerró, y todo esfuerzo se volvió vano, no lograba penetrar en el mundo onírico. Por ello, siguiendo lo que le dictaba la experiencia, decidió volver sobre sus pasos, como si de encontrar un objeto extraviado se tratara. Fue así que, con esta convicción, se levantó, tendió la cama y se dispuso a recrear los hechos desde la hora en que se fuera a acostar.
Eran las once de la noche de un viernes lúgubre, un día en el que milagrosamente, o por cansancio, había dejado de pensarla, al menos hasta aquel momento, en que cayó en cuenta de que, para ser consciente de aquello, la tenía que estar pensando necesariamente. Para no detenerse mucho en el asunto, se saltó la rutina nocturna de películas, se puso la pijama y se echó a descansar. Acomodado en su sitio predilecto, Juan José (ambos, el de la noche del viernes y el que venía recreando los hechos el sábado por la mañana) cerró los ojos y soñó. Pero este era un sueño extraño, ahora lo recordaba bien, no había imágenes en él, ni luz ni sombras ni oscuridad, solo un olor travieso que ya empezaba a impregnársele en el cuerpo (ese que permanecía echado allá fuera, sobre la cama, lejos del mundo onírico). Entonces, como el aroma comenzara a hacerse más fuerte, abrió los ojos de golpe y, por segunda vez en el día, se halló nuevamente en ese otro extremo. Fue de esta forma que Juan José lo entendió. La parte consciente de su mente comenzaba a olvidarla. De su rostro, de su cuerpo, solo quedaban huellas, atribuidas más a él (a sus ojos, a sus manos, que tanto la habían disfrutado) que a lo que ella era en realidad. Su subconsciente, por el contrario, parecía no estar dispuesto a rendirse y, temiendo lo peor (que la borrara también de sus dominios), lo obligaba a aspirar el casi desvanecido aroma que todavía quedaba de ella en ese lado de la cama.
Varias horas más tarde, Juan José extendería las sábanas limpias, dejaría las sandalias en el lugar acostumbrado y se echaría a dormir, seguro de que al día siguiente despertaría en el extremo que lo haría feliz.