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Cuento: «El miedo más grande» de Cristian Gutiérrez

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He cavilado ya bastante alrededor de tu pregunta, y créeme que no puedo hacerlo más, pues he llegado a una conclusión fatídica mas definitiva, que ha dejado mi mente agotada e inservible para pensar ahora en otra cosa.

Vos, en los vaivenes de la charla me formulaste la curiosa pregunta, cuestionándome sobre qué es aquello a lo que más le tengo miedo en el mundo. Yo, sin divagar, pude responder firmemente que mi temor más grande en este mundo era la muerte. Vos soltaste una carcajada, señalando que con solo decirlo me puse pálido como la leche, y ante tal respuesta no te quedo de otra que lanzar esa horrenda pregunta que me tiene aterrorizado: ¿y cuál es la muerte a la que más miedo tendrías?

No te culpo, solo seguiste la línea de la conversación, lanzaste una pregunta que cargaba fuego consigo porque no sopesaste las consecuencias, ni las implicaciones de la misma. No te culpo, porque hasta los académicos más cultos caen en ese error; mas debo decirlo, qué grave daño cometiste querida al hacerlo, me has dejado paralizado, sin alternativas.

La respuesta no llegó fácil, tuve que dar varias vueltas a mis caóticos pensamientos para llegar a una conclusión. Francamente he pasado todo el fin de semana pensando esa pregunta, tanto así que me la encontraba en la ducha, en la televisión, en los mismísimos huevos, en el café negro y, finalmente, la encontré en el teléfono y de ahí no he podido avanzar.

Será extraño, pero ahí recae mi respuesta. Ese es mi miedo más grande, un maldito teléfono.

Recuerdo que mi madre siempre lo decía cuando yo era apenas un joven, cuando se suponía que tenía la edad suficiente para responder una llamada y pronunciar con voz endulzada que mamá no estaba en casa o estaba durmiendo. Era lo normal, lo que se esperaba de un chico de mi edad, pero la verdad es que yo le tenía miedo al teléfono; lo veía a lo lejos como un enemigo acérrimo, y el sonido que desprendía cuando alguien hacía una llamada era infernal, tanto así que no demoraba dos segundos en salir corriendo a por él, oprimir fuertemente el botón de responder y en bombas entregárselo a mi madre para que lidiara con ese demoniaco artefacto.

Aquella vez me pareció una afirmación exagerada, pero estaba en todo lo cierto mi madre cuando dijo que yo le temía a los teléfonos.

Y cómo no, tengo mil razones para hacerlo. No es secreto para nadie que lo piense un poco, el hecho de que los teléfonos fueron creados por seres malignos que querían evitar cualquier interacción personal entre varios individuos. Cuando vos llamas a alguien, en verdad no estás hablando con ese alguien, solo estás hablando con su voz, estás oyendo un difuso atisbo de lo que verdaderamente es esa persona. Los teléfonos son cárceles que encierran los sentimientos de nuestros seres queridos, encierran sus cuerpos, sus oídos y sus voces, dejando escapar apenas efímeros vestigios de estas últimas. Por eso no es de extrañarse ese sentimiento de confusión al recibir una llamada desconocida, contestarla y no reconocer la voz del locutor, incluso si se tratase de nuestra mismísima madre; no es nuestra madre lo que escuchamos querida, es nuestra madre distorsionada lo que escuchamos, es nuestra madre aprisionada tras barrotes de hierro.

Tampoco es de extrañarse que mediante este medio lleguen las peores noticias: una solicitud rechazada, un accidente de tránsito, la muerte de un amigo. El teléfono es el medio por el cual se transmiten las tragedias, confirmando una vez más que la maldad y la pesadumbre son inherentes a este artilugio.

Y seguro vos te estás preguntando por qué soy tan duro con los teléfonos, por qué no soy tan duro con las redes sociales, con las mismísimas cartas de las que hoy estoy siendo ejecutor. Es simple. Cuando vos escribís algo, cualquier cosa, un simple hola, cuando un pequeño infante garabatea mi mamá me ama, puedo percibir la emoción del escritor, puedo percibir sus emociones en su caligrafía o en las palabras que escoge detrás de esa pantalla, verdaderamente puedo sentir su rabia, su miedo, su tristeza o su alegría  ̶ ojalá su alegría ̶  en cada uno de los símbolos escogidos. En cambio, amada, en cambio con los teléfonos lo único que puedo escuchar es una voz difusa, entrecortada, un cantico que pareciese ascender desde los mismísimos infiernos. Estar con el teléfono en la oreja es sentir a ese maldito artefacto reírse, soltar un malévolo grito. Cuando tengo el teléfono en mi oreja siento como abre sus dientes y arranca jirones de carne, me deja inmovilizado e indefenso. Lo mismo te hace a vos y a todos.

No sabes cuánto miedo tengo de que un día de estos suene ese horrible tono, cortando las líneas del espacio y el tiempo, rompiendo mis tímpanos como las trompetas que anuncian el apocalipsis, y que al oprimir ese maldito botón de contestar aparezca una difusa, horrible y desconocida voz ronca anunciando tu suicidio.

Ese es mi mayor miedo, esa es la muerte a la que más miedo tengo. Que me caiga un rayo, que me atropelle un auto, que el agua azul y vigorosa consuma mis pulmones, todo menos eso, todo menos que un teléfono me acuchille con palabras falsas, con palabras, frases, oraciones que me parten el alma y me hacen querer morir. No quiero ser degollado por un teléfono, no quiero caer en las garras de él, no quiero morir estrangulado por uno de esos demonios. Le tengo pánico a los teléfonos, querida.

PD: no me llames nunca más. Con lo que respecta a mi teléfono está descompuesto, destrozado hasta las cenizas y preparado para terminar en la basura.