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Cuento: «El manual» por Oswaldo Castro

Oswaldo Castro

Oswaldo Castro

Piura, Perú, 1955.

Médico y escritor. Cuenta con publicaciones en más de sesenta ediciones físicas y digitales, entre las que se encuentran las novelas artesanales «Vientos del Apurímac»,(…)

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Revisaron el Manual de Normas y Procedimientos y no encontraron la sección pertinente. En el párrafo final del penúltimo capítulo solo se mencionaban medidas de seguridad y exigencia de personal experimentado. Asimismo, quedaba estipulado que el responsable debía ostentar buen juicio y sentido común.

Se miraron desconcertados y reclamaron la ausencia de datos específicos y concretos para una actividad que imaginaron remota, por no decir, casi improbable. Al no hallar la directiva respectiva, definieron el objetivo y discutieron cómo cumplirlo. Contaban con la logística, infraestructura física y recursos humanos.

El más joven releyó el manual y con voz desarticulada informó no haber descubierto alguna luz que los orientase. Entre la confusión reinante, surgió la voz de otro para relatar pasajes de una novela leída sobre el asunto que los convocaba. No fue de gran ayuda, pero sirvió para ordenar el plan de trabajo. De acuerdo a la historia escuchada momentos antes, un hombre patilludo y con tono gangoso tomó la iniciativa y dispuso las tareas. Aparentemente, el evento empezaría a tramitarse y solo el destino sabría cómo terminaría. La reunión finalizó al caer la tarde y tenían las órdenes escritas a mano. El patilludo fue muy detallista y recalcó extremar las precauciones a fin de evitar accidentes imprevistos o descuidos imperdonables.

Romero acondicionaría el escenario y aislaría el perímetro para enmascarar el acontecimiento. Mantendría a los curiosos alejados y preservaría la reserva del caso. Por su parte, Herrera seleccionaría el personal idóneo y confiable. Después de revisar la nómina alfabética, escogió a cuatro. Tenía dudas sobre Buendía, pero los otros tres eran disciplinados y eficientes. La discreción importaba mucho. Uno de ellos ejecutaría el plan y los demás serían simples comparsas, sabiendo de antemano que estaban de adorno. Los elegidos se enterarían después de la cena. La antigua amistad entre Buendía y Gómez era el principal inconveniente. Herrera se encogió de hombros y asumió que Buendía entendería y aguantaría a pie firme. Ordenes son órdenes, se dijo para tranquilizarse.

El aspecto logístico recayó en los buenos oficios de León. El patilludo lo conminó a proveer el material con pulcritud y operativo. León, enterado de lo que ocurriría al día siguiente, inspeccionó su área de responsabilidad y escogió lo solicitado. Verificó que estuviera en perfecto estado para no dilatar o posponer el desenlace. Asimismo, de uno de los anaqueles extrajo los accesorios complementarios y corroboró que eran los que correspondían. Separó uno diferente y lo guardó en el bolsillo del pantalón. No quería enredos ni confusiones. Muy temprano los repartiría en la zona escogida por Romero.

Ramos, el patilludo de voz gangosa, se entretuvo revisando el diseño de su imaginación. La luz mortecina del candil de la pared le permitió repasar el croquis trazado y el emplazamiento de la gente. El lugar escogido por Romero satisfizo sus expectativas. A simple vista, era un sitio algo alejado, libre de personas y rodeado por elevaciones naturales del terreno, las que lo disimulaban y protegían las zonas colindantes.

Ramos reconoció la eficiencia de sus subordinados. Romero le garantizó la integridad del evento y la lista de nombres entregada por Herrera lo tranquilizó. Antes de acostarse buscó a León y supervisaron los equipos a emplear. Sonrió de satisfacción y esperaría las cinco de la mañana para alistarse y cumplir lo estipulado en la reunión de la tarde.

A las diez de la noche la puerta se abrió. Buendía se dejó ver al trasluz del candelero que portaba y distinguió a Gómez. Fue necesario despertarlo y los ojos adormecidos del herido vieron el rostro cariñoso de su amigo. Buendía lo abrazó y observó el vendaje enrojecido que cubría su muslo derecho. Las manchas sanguinolentas recordaban la herida profusa que casi lo mató. Lo ayudó a incorporarse y notó el gesto de dolor en el movimiento. Al verle la lengua seca, solicitó un vaso con agua. Gómez bebió atorándose por el apuro y le clavó la mirada de agradecimiento. Estrecharon las manos de viejos camaradas y se despidieron hasta el día siguiente. Gómez soñó con los aires de libertad de su adolescencia y Buendía corría con él.

El amanecer los despertó inquietos y sobresaltados. El cielo neblinoso caía sobre la instalación militar y el corazón de sus efectivos. En pocos minutos la ejecución borraría la vergüenza propia y el escarmiento serviría de ejemplo para los que intentaran torcer el curso de la guerra. El pelotón de cuatro fusileros desarmados estaba apostado frente al poste enterrado por Romero. Gómez fue conducido a rastras y el camino de sus pasos se tiñó con las huellas sangrientas de la herida. Los dos hombres que lo empujaban de mala manera lo ataron con sogas alrededor del cuello y cintura. Con las manos amarradas por detrás de la espalda levantó la cabeza y sus ojos pitañosos vieron la cara del amigo eterno. La capucha cubrió su rostro y la oscuridad reinante se apoderó de su alma. León mezcló las balas y cargó tres fusiles con munición de salva y el proyectil mortal encajó en el restante. Cerciorándose que las armas estaban abastecidas correctamente, las entregó al azar. Los cuatro sabían que una de ellas sería la responsable de la muerte. El punto de impacto asignado era la zona cardiaca. Una bala bien dirigida sería suficiente para terminar con el desertor.

A la orden de Ramos, rastrillaron al unísono, adoptaron la posición de fusilamiento y esperaron.

─ ¡Fuego!

La voz gangosa del patilludo estremeció la infancia de Buendía y los recuerdos detectaron el peso extra del fusil. Alzó demasiado la mira y aceptó su destino.