Conchito conduce el automóvil en medio del mediodía triste. La familia ha cumplido con el adiós terrenal de su madre. Al lado, Gracia cuida la urna con las cenizas de la abuela. En el asiento posterior Mariana sostiene la mano desolada de su padre.
Edmundo Del Campo perdió a la mujer de su vida y siente que el vacío heredado será difícil de llenar. A medida que la embolia pulmonar masiva acababa con Consuelo, la enorme casa se agigantaba con el burbujeo del acuario. El sonido le recordaba que existía un mundo solitario, atrapado en paredes y repleto de incertidumbres. Parecía que la realidad hubiera acordado envolverlo en el más absoluto silencio, preparándolo para el futuro. El chasquido de sus alpargatas sobre las alfombras mullidas y el canto desordenado de los canarios se convirtieron en sutiles compañeros de la soledad.
En la noche sus hijas regresarán a Madrid para retomar las labores interrumpidas. En Lima quedará la nieta mayor que se resiste a abandonar al poeta que la trae chiflada con versos acaramelados. Gracia insiste en conservar el recuerdo y su abuelo asiente. El viudo cree que cuanto más lejos estén las cenizas menos posibilidades para que la finada se presente en el dormitorio.
Edmundo sobrelleva la viudez sin contratiempos mayores. Las labores cotidianas le reconfortan el espíritu y el recuerdo de su mujer se volatiliza, adquiriendo ribetes de nostalgia inevitable. El año y medio de jubilado lo entrenó para el ocio y entretenimiento. A los setenta y dos años discute con el jardinero sobre las plantas que hay que podar, reclama al carpintero las molduras que está cambiando en las alacenas y con el electricista revisa los planos de la red eléctrica interior. En un alto de esas ocupaciones siente que su mujer camina por los pasillos. El perfume desconocido debe pertenecerle y no a un ángel extraviado, supone. A veces la risa estrepitosa de su Consuelo resuena en la memoria y, lejos de asustarse con la carcajada recordada, sonríe y suspira. En poco más de tres meses se acostumbró a su ausencia y se aburre cuando no está con algún operario.
A lo que Edmundo no se acostumbró de inicio fue a Ricardo. Con la mayor parte del tiempo sin usar decidió planear las contingencias de su propio fin del mundo, el que ocurriría en la tranquilidad de su hogar. Frente al televisor e investigando Internet concluyó que los locos del planeta no presionarían el botón rojo de los misiles intercontinentales y que el jerarca ruso estaba más ocupado ayudando al dictador sirio que en mirar las verdaderas amenazas. Dedujo también que ningún musulmán desquiciado tenía la capacidad para atentar contra la humanidad y finalmente China miraba los continentes con ojos dolarizados antes que desafiar a potencias irrelevantes para sus intereses.
Edmundo alejó la posibilidad de que parte del planeta fuera destruido por un desastre nuclear y previendo que la lluvia radiactiva se alejaba del horizonte, centró las preocupaciones en los desastres naturales que se presentaban con más frecuencia. Los recientes terremotos en los mares del sur le recordaron que el barrio ocupaba el lugar preciso para desplomarse si las placas de Nazca bostezaban o el cinturón de fuego del Pacífico eructaba. Confirmó los recientes sismos y temblores y las coordenadas encontradas lo dejaron perplejo: el próximo gran terremoto cobraría miles de muertos en la capital y la destrucción de viviendas superaría lo estimado. La falta de electricidad y refugios temporales y la escasez de alimentos, agua y medicinas redondearían el escenario desolador. Por otro lado, el caos y vandalismo inherentes terminaron de apabullarlo. El plan de contingencia consideró la mochila de emergencia y rutas de evacuación. Si tenía suerte sobreviviría y tendría chance durante una semana.
Lo que nunca estuvo en sus planes fue la aparición de Ricardo. Una mañana Gracia interrumpió la lectura del diario. Los ladridos bullangueros del cachorro lo hicieron levitar del asiento. El perrito se cuadró delante de sus lentes y los ojos marrones que lo miraron le ablandaron el rígido corazón. A partir de ese instante las intenciones de vender la casa y perder el jardín se desvanecieron. El animal la necesitaba para el entrenamiento y necesidades biológicas.
Edmundo y Ricardo se convirtieron en uña y mugre. El anciano jubilado encontró en la bola de pelos con cuatro patas la razón de su renacimiento. No le importó soportar los calambres en el ciático mientras se agachaba para recoger las heces de su juguete favorito y las persecuciones a las que el perro lo obligaba sirvieron para estirar los músculos agarrotados y en desuso. Edmundo se acostaba con la mirada del engreído y amanecía con su hocico clavado en el cuello.
La felicidad para ambos se resquebrajó con el sacudión telúrico del fin de semana y las réplicas sucesivas lo aterraron. Ricardo no estaba considerado en el plan de evacuación. Reacomodó la mochila con una bolsa grande de pellets balanceados para cánidos y una correa adicional. Ricardo se acostumbró a llevar el collar de ahorque y a subir y bajar las escaleras a su lado. Edmundo diseñó las rutas seguras para no tropezar o enredarse y cada habitación tenía asignado el flujo de emergencia. A su voz, Ricardo sabía lo que debía hacer. Eran la pareja perfecta del escape y estaban seguros que se reirían con el siguiente flato terrestre.
Edmundo y Ricardo, grandes teóricos de la supervivencia, jamás imaginaron que el terremoto de 8,3 grados en la escala de Richter los cogería en la ducha mientras se bañaban. Enjabonados ven cómo las mayólicas se rajan y cae el espejo del gabinete. Escuchan al personal llamándolos mientras sale despavorido. Edmundo abraza a Ricardo y se encomienda a la voluntad de Dios. El piso del baño se desliza de un lado a otro y los sacudones verticales quieren sacarlo de cuajo. Ambos siguen abrazados, mirándose a los ojos. Ricardo le lame la mejilla y…