Alguien que ha dedicado su vida a los libros –a leerlos, escribirlos y editarlos– debería estar encantado y ser el primero en celebrar que el Estado y la sociedad consideren al libro como un bien de primera necesidad. Pero no es necesario escarbar demasiado para darse cuenta de que un deseo como este, en apariencia tan indiscutiblemente encomiable, genera más dudas que certezas. No viene al caso hacer aquí el elogio del libro ni el recuento de la importancia que ha tenido en la historia de la humanidad. Podríamos llenar páginas sobre lo que el libro significa para cada uno de nosotros y para nuestra sociedad. Pero no será necesario. Su importancia absoluta o relativa está fuera de discusión. Lo que aquí queremos es examinar si es viable considerarlo un bien de primera necesidad en un país como el nuestro en las circunstancias que actualmente atravesamos.
El deseo de poner al libro al nivel de necesidades básicas como la alimentación, salud o vivienda, tiene su origen en la crítica situación en la que se encuentra el sector editorial por la completa paralización de sus actividades ocasionada por la emergencia sanitaria nacional. Pero esta crisis, como es natural, no la padece únicamente el sector editorial, sino la totalidad de las industrias culturales, que afrontan sus horas más oscuras y aspiran, con igual legitimidad, a la ayuda del estado para poder subsistir. Entretanto, otros sectores productivos igualmente afectados reclaman la misma ayuda con igual o mayor urgencia.
Con tantos sectores pugnando por recursos limitados, es comprensible que cada cual considere su propia actividad como prioritaria y busque sumar elementos de convicción o presión para conseguir sus objetivos. Y qué mejor manera de hacerlo, que buscar que el bien producido, en este caso el libro, sea considerado de “primera necesidad”, pues ¿qué gobierno, de tener los recursos para ello, podría negarse a prestar ayuda económica a un sector que está produciendo un bien tan vital e insustituible? El problema es que la necesidad de un bien, y menos aún su condición de “primera”, no es algo que pueda determinarse por decreto o por la presión de un sector productivo, menos aún en un contexto en que ni siquiera las necesidades más elementales para la subsistencia y supervivencia están garantizadas. En condiciones como estas, la consideración del libro como artículo de primera necesidad solo puede sostenerse en sentido metafórico o como una declaración de intenciones con valor político. El libro solo podrá aspirar a ser un artículo de primera necesidad el día en que las necesidades humanas básicas como alimentación, vivienda y salud, se encuentren cubiertas y esto es algo que ni el más entusiasta defensor del libro puede afirmar que se da en nuestro país, en medio de la emergencia sanitaria y la crisis humanitaria en la que estamos.
Ahora bien, que la consideración del libro como artículo de primera necesidad sea problemática y discutible, no justifica la inacción estatal, ni significa que no deben tomarse acciones concretas para universalizar el acceso a libro y a la producción y distribución del conocimiento. Pero en las condiciones actuales es difícil creer que un Estado rebasado e incapaz de hacer frente a una emergencia sanitaria, cuenta con los recursos humanos y logísticos para enfrentar con solvencia la crisis del sector editorial, sin incurrir en los mismos errores que ha demostrado al abordar los problemas de los demás sectores productivos. Por ejemplo, falta de voluntad para hacer frente a las distorsiones del mercado, la privatización de servicios básicos como la salud y la corrupción en la adquisición de insumos para hacer frente a la emergencia. ¿Qué nos hace pensar que en el sector editorial no se van a reproducir dichas distorsiones y corruptelas, permitidas ahora bajo el manto de la “primera necesidad”?
Necesitamos que se reactive el sector editorial, que se publiquen más y mejores libros, que se formen más lectores y lectoras, pero antes necesitamos tener garantizadas las condiciones mínimas para que el libro pueda ser verdaderamente un bien de acceso libre y universal, que es uno de los requisitos para que sea de “primera necesidad”. El libro solo puede desplegar todo su poder cuando se ha abandonado el reino de la necesidad y se ha arribado al de la libertad. Si solo algunos pocos pueden acceder a este reino y gozar del privilegio del libro y la lectura, entonces el libro será todo lo valioso que podamos imaginar, pero nunca un bien de primera necesidad.
Alguien que vive por y para los libros sabe perfectamente que el pensamiento crítico que se forma con el trato frecuente con estos no admite concesiones, idealizaciones o romantizaciones que pretendan aislarlo de la enrevesada maraña de condicionamientos en la que nace un bien tan raro, noble y frágil. Nuestro irremisible amor por ellos no nos debe cegar ante la realidad de que en las actuales condiciones el libro no puede ser igual de vital que un respirador, un balón de oxígeno medicinal o una cama de hospital. Un auténtico amor por los libros aspira siempre a que todo lo que tenga ver con ellos conserve un manto de equidad, transparencia y realidad. Pues si no deberíamos falsear la realidad en nombre de nada, ¿por qué íbamos a hacerlo en nombre de algo que estimamos tanto como el libro?